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Las claves para un maridaje perfecto

A la hora de construir una Teoría del Maridaje, lo primero que hay que hacer es evitar en lo posible esa incómoda palabra: "maridaje". Su sonoridad resulta tan inconveniente como la de otros nefastos términos, como “ultraje” o “sabotaje” y, para colmo, remite a los aspectos más esclavizantes de eso que llaman “matrimonio”. Lo inmovilista e irreversible.

 

Por eso, desde este blog proponemos, enterrar el “maridaje” para siempre, reemplazándolo por términos mucho más agradables, democráticos y políticamente correctos, como “armonía”, “asociación” o “hermanamiento”.

 

Dicho esto, es imprescindible tener en cuenta cuando se aborda el asunto de combinar vinos y alimentos es que se trata de un ejercicio que jamás puede regirse por decretos, ya que se basa en apreciaciones absolutamente subjetivas.

 

Por tanto, no existe armonía enogastronómica mejor que otra: la más adecuada es la que cada uno elija como más placentera.

 

Combinar con destreza vinos y alimentos es un ejercicio sensorial, siempre arbitrario y subjetivo, donde no cabe el rigor de las normas.

Armonía y tradición: el vino ligado a su territorio de origen

Cuando se habla de armonizar vinos y otros alimentos –porque el vino también es un alimento, o eso al menos es lo que afirman las leyes españolas– lo que se busca, en realidad, es potenciar la experiencia organoléptica que supone una comida. A esto se puede llegar por caminos diametralmente opuestos: a través de la afinidad de sabores o, por el contrario, por su contradicción. Aunque no hay que olvidar que las herencias culturales también juegan un papel fundamental cuando se elige un vino para tal o cual plato: aquel noble vino tinto riojano que se descorcha para acompañar el magnífico queso manchego curado, no representa la mejor elección desde el punto de vista del gusto, pero tampoco se puede ignorar una costumbre que se repite desde tiempos inmemoriales. Así, este es un caso claro de asociación cultural entre vino y alimento.

 

Probablemente por este motivo uno de los mejores principios para comenzar a establecer lazos entre ambos placeres es el concepto de territorialidad: intentar elegir el vino de acuerdo al origen de la receta o las materias primas. O viceversa. En el contexto español, esto funciona muy bien la mayoría de las veces: los mariscos de la Rías de Galicia con los frescos vinos blancos, como el Leiras Albariño 2020; el lechazo asado al horno de leña típico castellano con un tinto de la Ribera del Duero, sabroso y profundo; el jamón ibérico con un fino jerezano…        

 

Claro que tampoco resulta conveniente obsesionarse con la territorialidad de las armonías, porque entonces se corre el peligro de anular algunos hermanamientos clásicos de fundada efectividad y placer. Por ejemplo: vinos espumosos y ostras.  

 

Porque, desde luego, no hay muchos moluscos bivalvos de este género merodeando por la Montagne de Reims o en el Penedès… Y también Oporto queda lejos de Roquefort, como tan cerca de provocar el éxtasis queda el vintage de la región portuguesa si se lo coloca en la mesa junto al famoso queso azul francés... Hay vinos y alimentos que no necesitan siquiera hablar el mismo idioma.    

 

Enemigos íntimos: algunos alimentos que no casan bien con el vino

En una ciencia como la de las armonías enogastronómicas, donde no valen las leyes por decreto y las verdades absolutas no tienen cabida, es igualmente cierto que algunas materias primas tienen el don de entrar en total contradicción con cierto tipo de vinos. Son las "culpables", los fatales desacuerdos en los que más vale no insistir demasiado.

 

Las alcachofas, por ejemplo, no combinan casi con ningún vino. Acaso, algún rosado joven con sobrada acidez, si es que la verdura se ha cocido previamente. Si está cruda, no hay compañero posible.     

 

El vinagre es otro de los grandes enemigos del buen beber, a pesar de que le unen al vino tantos lazos familiares. Por extensión, una ensalada generosamente aderezada con vinagre se convierte en un peligroso obstáculo para el disfrute vinícola. De allí que muchos grandes enómanos prefieran aliñarla con unas gotitas de zumo de limón.     

 

También interceden en una fiel expresión del vino en el paladar productos como el pimentón, la cebolla y el ajo. Este último, sobre todo si se toma crudo, es capaz de desintegrar por completo la fragancia de un blanco y ridiculizar los taninos de cualquier tinto, especialmente si es un vino joven. Por lo tanto, la única armonía aceptable para un alioli es un vaso de agua. O una jarra del mismo líquido, preferentemente.

 

La cebolla es menos peligrosa, porque su exagerada acidez puede dominarse lavándola en agua durante algunos minutos. El apio atenta específicamente contra la degustación de los vinos espumosos, aunque puede convivir con una copa de un blanco aromático. Y los berros potencian la astringencia de ciertos tintos.

 

También los huevos, según cómo se preparen, pueden perjudicar el desarrollo en la boca de unos cuantos tipos de vino. La yema, por su peculiar textura, destroza a casi todos los vinos blancos. En cambio, las tortillas y los huevos revueltos pueden funcionar muy bien con tintos jóvenes. Algunas recetas, incluso, asocian vino y huevo sin prejuicio: es el caso del sabayón italiano (que mezcla Marsala con yema de huevo y azúcar) o los huevos escalfados al estilo borgoñón.

 

Algunos especialistas puntillosos pretenden incluir también a los ahumados entre los alimentos perniciosos para el vino, una actitud que algunos no compartimos. Eso sí, para neutralizar debidamente las notas saladas que dominan en este tipo de preparaciones, hay que seleccionar los vinos con precisión: la trucha y el salmón se asocian sin interferencias con los blancos, como el vino Legaris Verdejo 2020; la cecina y la bresaola, aceptan un tinto joven o incluso un carnoso, como el vino Yellow Tail Merlot.

 

Solo la experiencia y la ausencia de prejuicios puede llevar a encontrar los maridajes más sublimes.

La composición química de las comidas y su influencia con el vino

La raíz de estas comprobadas disonancias no es otra que una incompetencia química entre los componentes sápidos de los vinos y la composición orgánica de esos alimentos “malditos”.

 

En términos científicos, un vino no es otra cosa que una solución hidroalcohólica que contiene entre veinte y treinta gramos de diversas sustancias en solución –es lo que denominamos “extracto”– que determinan el sabor, además de otras sustancias volátiles, que definen el perfil aromático.

 

Estas sustancias pueden ser dulces –y estar potenciadas, a su vez, por el alcohol–, ácidas (existen hasta seis ácidos orgánicos en el vino: tartárico, málico, cítrico, láctico, acético y succínico), saladas –de origen mineral– y amargas, estas últimas relacionadas con el desarrollo de los taninos.

 

Cada vino, según su origen, tipología y método con el que ha sido elaborado, “juega” con esta paleta de sabores, incrementando unos y moderando la expresión de otros. Además, los distintos tipos de vinificación y crianza determinan también una textura, que influye de forma decisiva en la armonía que puedan tener con los alimentos. Un ejemplo flagrante es el de los vinos espumosos: en el cava, el champagne y demás vinos "burbujeantes", el carbónico potencia las notas ácidas y la estructura, hasta el punto de convertirlos en perfectos compañeros para cocinas especiadas y complejas. En la boca, el efecto de las burbujas contribuye a una sensación de “limpieza”.

 

Comidas con especias aromáticas y vino, un placer por descubrir

Pero, así como existen alimentos y vinos definitivamente incompatibles, también hay combinaciones placenteras que no solemos experimentar a causa de ciertos prejuicios y tabúes heredados. 

 

Sucede con las cocinas muy especiadas, de las que reniegan muchos enómanos ortodoxos con argumentos tan inexactos como el que asegura que los picantes “matan” al vino.

 

No lo creían así los antiguos europeos, que seducidos por las especias procedentes de la Ruta de la Seda aplaudían ante un grano de pimienta que aligerara las pesadas digestiones, una nuez moscada que perfumara las verduras y los guisos o una rama de canela que diera complejidad a postres y carnes guisadas.

 

Desde entonces, son muchos los cocineros y gourmets que han intentado confeccionar una tabla que cruzara las mejores armonías entre hierbas, especias y vinos. Como siempre, se trata de asociaciones concebidas desde la más fría subjetividad, pero pueden ayudar a resolver las dudas a la hora de acompañar con buen tino los platos especiados.

 

La canela, por ejemplo, si se utiliza en postres o repostería, potencia su sensualidad si se la hermana con una copa de moscatel joven, por ejemplo. El azafrán, también muy perfumado, acepta perfectamente blancos jóvenes, como el vino Vol d'Ànima de Raimat Blanco Ecológico 2020, y vinos rosados. El clavo, en cambio, es tremendamente intenso cuando se lo emplea en guisos de carnes de caza, y exige un tinto potente y carnoso: un vino Priorat, por ejemplo, o uno del Ródano (Saint Joseph, Crozes-Hermitage). El comino, con su carga de voluptuoso exotismo, puede funcionar bien con un blanco aromático (riesling o gewürztraminer). Y la nuez moscada, que nunca debe añadirse a los platos de manera excesiva, armoniza con blancos de pronunciada acidez (sauvignon blanc como el Legaris Sauvignon Blanc, chenin).

 

En cuanto a las hierbas, los sabores agrestes del orégano se potencian con los tintos de la garnacha, como el Vinos del Paseante - El Pispa 2019, la menta, con su exuberante perfume, dialoga muy bien con un sauvignon blanc, el perejil acepta sin complejos los tintos jóvenes, como el Raimat Clamor Tinto, y la albahaca, según como se presente, agradece tanto un rosado como un espumoso.

 

Vinos y cocinas exóticas

¿Y qué sucede con las cocinas exóticas, tan generosas en el uso de estos ingredientes y muy alejadas de las tradiciones gastronómicas de los países que producen vinos?

 

Justamente, al tratarse de un terreno casi inexplorado, resulta una aventura fascinante investigar las posibles armonías. Y si bien es cierto que ciertas gamas sápidas de los platos más ardientes de estas gastronomías pueden resultar letales para algún vino, también es verdad que casi siempre habrá otro con el que podamos vivir una feliz experiencia.

 

Así, si se trata de alguna de las tantas cocinas de China –los europeos apenas conocemos una ínfima representación de las gastronomías del gigante asiático–, sobre todo de una que abunde en la utilización salsas de soja y agridulces –ingredientes que perjudican el disfrute de muchos vinos–, lo más recomendable es beber un espumoso seco: cava, champagne o alguna alternativa local, como un blanc de noirs riojano como el Lumen Brut Reserva 2018. Aunque un blanc de blancs, que con sus aromas florales y boca amplia se asociará con equilibrio a los dim sum −las sutiles empanadillas cocidas al vapor– y platos donde predomine el contraste dulce-salado. Pero si lo que se va a tomar es un pato laqueado, casi mejor elegir un tinto de crianza de buen equilibrio, como los de Rioja, como el vino Viña Pomal Crianza.

 

Los espumosos secos, como el cava Anna de Codorníu Brut Nature, un top ventas, son también un buen comodín para afrontar la mayoría de las especialidades del sudeste asiático: Tailandia, Corea, Vietnam, Malasia… La cocina thai, con una buena representación en Occidente y que tiene fama de ser una de las más refinadas del mundo, deslumbra con recetas que combinan coco, cilantro, chiles y hierbas de intenso sabor, como el lemon grass. Una buena asociación para un cava de cierta crianza, como los cavas Ars Collecta Codorníu o un blanco fermentado en barrica, de verdejo o godello.

 

Mucho menos conocida en España es la gastronomía coreana. En esta, la especialidad más popular es el bulgogi, una carne macerada y posteriormente cocida a la plancha que se puede acompañar con un tinto con buena expresión de fruta, como el vino Legaris Roble 2019, sin peso de madera, de la Ribera del Duero. Otra receta básica de la cocina de ese país es el kimchi, elaborado a base de verduras fermentadas que acepta perfectamente un blanco fermentado en barrica –uno de la variedad viognier resultaría perfecto, o un chardonnay, como el Raimat El Niu 2020 en su defecto– o incluso un fino jerezano si lo que se quiere es combinar exotismos. 

 

Tampoco está muy difundida en estas latitudes la gastronomía de Vietnam, en la que abundan las verduras guisadas, las sopas agripicantes con mariscos y los entremeses fritos. Otra vez, un espumoso seco como el Parxet Brut Nature puede ayudarnos a salir del paso ante tal complejidad de sabores.

 

La unión del vino con la cocina asiática

Prosiguiendo con las cocinas de Asia, probablemente una de las más difíciles a la hora de establecer las armonías con el vino es la de la India. Generosa en especias, salsas ácidas elaboradas a base de derivados lácteos y picante hasta límites insospechados, la gastronomía india consigue incluso que muchos adeptos a beber vino con las comidas deserten a favor de la cerveza. Pero hay que decir que las recetas vegetarianas y las populares samosas –empanadillas rellenas de queso, carnes o verduras– aceptan de buen grado un vino Yellow Tail Moscato, un blanco aromático de moscato o gewürztraminer. Los sabrosos y ardientes currys, en cambio, exigen descorchar un tinto de estilo mediterráneo, rico en expresión de fruta madura y con alto grado alcohólico. Por ejemplo, un monastrell murciano o un bobal alicantino.

 

Otro tenor presenta la cocina japonesa, que ha conquistado el mundo con sushis y sashimis. El despliegue de pescados crudos que proponen los nipones es un argumento perfecto para descorchar grandes champagnes o apuntarse a los blancos gallegos, tanto los albariños de las Rías Baixas como los excelentes Ribeiro de última generación. Si se pasa a los platos japoneses más elaborados, como las carnes cocidas en tepanyaki (a la plancha) o el muguiro (atún rojo marinado, picante), es preferible elegir algún blanco de tipo alsaciano, como un pinot gris o un riesling.

 

Quesos y vinos en sociedad

Pero probablemente no sean las cocinas exóticas el desafío más complicado a la hora de establecer armonías entre vinos y otros alimentos. Sin duda, el mundo de los quesos es el que depara más sorpresas y decepciones.

 

Asociados casi por defecto –y vaya uno a saber por qué– a los vinos tintos, algunos quesos son capaces de destrozar por completo a cualquier tinto que se cruce en el camino. Es el caso de la mayoría de los quesos franceses de pasta blanda, como el camembert, el pont l’eveque o el brie, que encuentran su mejor compañero en vinos blancos secos, de expresión austera y mineral, como los Chablis más sencillos o los finos sauvignon blanc más de Sancerre. Un tupí del Pirineo catalán, bien podría hermanarse con una garnacha blanca del Priorat, por ejemplo el vino Scala Dei Pla dels Angels. Los quesos azules, cualquiera sea su procedencia (desde el stilton inglés hasta el roquefort o el cabrales), comparten su preferencia por los oportos más poderosos.

 

Aunque también se puede probar alguno con un Sauternes, un Oloroso dulce o un Moscatel añejo. Y, desde luego, cualquier tinto dulce, natural o fortificado, como los que se elaboran en Murcia o el sur de Francia (Collioure, Banyuls, etc.).

 

Así, a la hora de los quesos, mejor reservar los tintos de cierta enjundia, como los vinos Reserva de La Rioja, como el Viña Pomal Reserva para los quesos de vaca y oveja de pasta dura. Aunque no precisamente los más curados, que armonizan mejor con un palo cortado o un amontillado.

 

Justamente, a esos grandes vinos de Jerez es justo dedicar las últimas líneas de esta divagación sobre los misterios de las armonías enogastronómicas. Porque los olorosos, amontillados, palo cortados, pedro ximénez y demás joyas del marco jerezano son sin duda los vinos más versátiles, capaces de dar la talla ante el plato más complejo y contrastado, cuando toda posibilidad de hermanamiento parece perdida.

 

Junto con los espumosos, las grandes joyas del marco de Jerez (y de Montilla Moriles) son los todoterreno del arte del dichoso maridaje. Perdón, de las armonías. Que, al fin de cuenta, es el arte de comer y beber como a cada uno de le venga en gana. Tan fácil (y tan difícil) como eso.